Mirar los Campos de Montiel es mirar la Mancha, cerrar los ojos para ver mis sentimientos reflejados en cada rayo de luz agonizante, cuando acaba el día. Tierra de tierras, colores de toda una vida, del verde al gris, estival oro y tenebroso noviembre… Sonidos a lo lejos y tan cerca… sonidos de mi pueblo en el horizonte: el campanario, las trompetas, tambores de Semana Santa, la feria, fuegos de artificio… y luego silencio hasta comenzar otra vez el paso del tiempo. Todo estalla en mi interior. Mi tierra… fuiste y serás mi canción, mi callada por respuesta, mis recuerdos, los que fueron y me dieron, el destino de mi cuerpo, el reflejo de mi alma o alma que me refleja.
Madre y madrastra, el lugar del que quise huir y al que siempre vuelvo, no se por qué.
Silbido del viento entre las pámpanas mientras la siesta apaga mi cansancio. Tierra seca y doliente, dolorida por el surco de la azada y el arado. Cuanto más fuerte es la herida más sangra tu dolor, más grande será el fruto de tu semilla enterrada. ¿Por qué no me crees y no te creo? La vida en tu cobijo se desliza entre esperanzas y miedo, entre el orgullo y la nada. Y eso no cambia, como tú no cambias, ayer, hoy, mañana… pasado de desgracias, futuro de máquinas… oh campo, siempre allí… en mi mente, en el misterio, aguardando mi llegada. Mirarte a ti no es sino contemplar, «saber mirar», saber amar… ni queremos ni podemos cambiar nada. Mar de tierra. Lejos del mar. Mar de mis entrañas.
