Recuerdos de algunos bichos que iluminaron mi infancia
Por Pedro Díaz Muñoz
El burro que nos acompañaba durante nuestros meses en la casa del cortijo de arriba no solo compartía con nosotros la entrada al inmueble, que daba el acceso tanto a su cuadra como a la vivienda. También se turnaba en la cocina con nosotros practicando una versión muy primitiva del time sharing tan de moda años después. En efecto, a ella acudía mientras todos dormíamos en la cámara, descorría con el hocico el cerrojo de la alacena y se comía el azúcar, y algún pepino, melón o sandía que allí almacenaba mi madre. Y volvía después a la cuadra donde lo encontrábamos apaciblemente dormido cuando nos levantábamos preguntándonos quién se habría comido nuestras provisiones.
Era un burro de color pardo oscuro que había quedado suelto en los lotes de reparto de la herencia de mi abuelo. Mi padre y su hermano Emilio decidieron repartírselo de forma que la mayor parte del año se quedaba en el pueblo con mi tío; pero en los meses de verano se venía con nosotros y pasaba día tras día trabado en el prado de la laguna comiendo hierba y sin dar un palo al agua. Sólo la llegada de mi padre en su mes de vacaciones trasformaba esa agradable holganza en un ir y venir por aquellos agrestes caminos a visitar tierras, a llevarnos al lomo en excursiones a las lagunas de abajo o a ir al pueblo a por hato.
Mis largas vacaciones estivales en Lizana eran la oportunidad de tratar de convivir con infinidad de animales que no podía ver en Madrid, donde pasaba la mayor parte del año. Unos eran salvajes y huían de mí a pesar de mi buenas intenciones para con ellos; otros domésticos y, si eran suficientemente inteligentes, también intentaban alejarse y así evitar mis caricias que no les aportaban beneficio alguno. De esta forma, mis esfuerzos por estrechar mis relaciones con la fauna local se veían frustrados una y otra vez por la desconfianza, el temor o el desprecio de casi todos los ejemplares a los que brindaba mi amistad.
Por el cortijo pululaban gallinas histéricas, perros resabiados, gatos ariscos, y todo tipo de esquivas aves como palomas, gorriones, jilgueros, urracas y abubillas. En las tinás me ignoraban ovejas y cabras. En las cocinillas se cebaba a los gorrinos que iban a lo suyo, y en las cuadras esperaban su jornada laboral burros y mulas que premiaban con su indiferencia mis esfuerzos aproximativos. Y no había que adentrarse mucho en el monte con la excusa de recoger leña para sorprender a algún conejo que se alejaba con una carrera intermitente y relajada, a alguna liebre que huía rápida y majestuosa, o algún bando de perdices corriendo por entre los romeros hasta levantar un vuelo aparatoso y algo atolondrado. Bastaba mirar al suelo para encontrar saltamontes, lagartijas, gusanos y llegando a la laguna saltaban las ranas, se escuchaba a los topos, de vez en cuando una culebra de agua surcaba el agua y ánades, curatos y somorgujos nadaban, volaban y buceaban en desplazamientos multimodales para mantenerse lejos de mí.
Pero no toda esta fauna tenía mi cordial simpatía. Aborrecía el estúpido cloqueo de las gallinas y odiaba a los gatos por el traicionero sigilo con el que se acercaban a sus presas saltando muros y escalando por los tejados para encontrar nidos y comerse los polluelos. Siempre paseaba por el cortijo con alguna piedra en la mano, dispuesto a lanzársela a alguno de esos repelentes animales.
Pero de todos estos bichos detestables, concentraba especialmente mi inquina en la gata parda a la que consideraba culpable de la muerte de un pajarillo que guardaba en una jaula y alimentaba con cariño maternal. La acechaba inútilmente cargado de un arsenal de palos para deslomarla y piedras para descalabrarla; pero la gata parda era una experta en establecer y mantener perímetros de seguridad y nunca se puso al alcance de mi artillería.
Había sin embargo un gato blanco y negro que no se escabullía cuando me acercaba; hasta se dejaba acariciar y coger. Decidido a concentrar en él mi escarmiento a su especie, lo subí en brazos hasta la cámara y lo tiré desde una ventana. El animal aterrizó en el patio del cortijo con un salto elástico. Bajé de nuevo a por él y esta vez lo sujeté de las patas y lo lancé de cabeza. Se giró en el aire para aterrizar de nuevo de pie y quedó complaciente esperando el siguiente ejercicio que le propusiera. Con el paso del tiempo he concluido que era el precursor de esa filosofía de que el cliente siempre tiene razón.
Me gustaban mucho los perros que andaban por el cortijo, casi todos ellos de razas desvaídas tras muchas generaciones de mezclas genéticas. Todos se dejaban acariciar y acudían prestos cuando les ofrecía un mendrugo. Pero entre todos ellos, era la Niña mi favorita. La perra del guarda Reyes, fue mi compañera durante sus largos años de vida. Conocía mis limitaciones; por ejemplo, ella siempre saltaba de alegría cuando veía a su amo salir con la escopeta al hombro y corría feliz a acompañarle en la cacería; pero si era yo quien, mientras ella dormitaba a la sombra de la parra del patio, reclamaba sus servicios llevando en bandolera un palo atado a un vencejo, miraba perezosa, hacía en un literal abrir y cerrar de ojos un elaborado análisis de esfuerzo-resultado, y continuaba su siesta.
Por el contrario Ves-por-ella, la galga del Rebolondo, no sabía distinguir cazadores avezados de niños ingenuos y se apuntaba a salir al monte con los chavalillos que estábamos en el cortijo. Era un placer ver sus carreras imperiales tras liebres y conejos mucho más lentos; pero también más inteligentes. Y era una frustración ver a esas presas potenciales escabullirse entre matas o simplemente ‘apargatarse’ contra el suelo dejando pasar por encima en su alocada e inútil galopada a la desconcertada perra.
Años después nos trajo mi hermano a Walter, un pequeño perro que había rescatado de una perrera, y que nos dejaba todos los veranos mientras él volvía a Valencia a trabajar. Walter disfrutaba de su libertad en aquellos campos que recorría en busca de alguna perra con la que disfrutar un rato. Melómano empedernido y obviamente de ideas constitucionalistas, su afición por la música superaba con creces sus impulsos libidinosos, así bastaba con entonar el pasodoble ‘Viva España’ y abandonaba la faena que le ocupaba, por placentera que fuera, para correr ladrando hacía la voz que cantaba, sin importarle el timbre o calidad que ésta tenía.
Me convertí en el ayudante habitual del pastor en sus salidas de la tarde con su enorme rebaño de ovejas y cabras. Fue así como conseguí como zagal mi primer puesto laboral como becario no remunerado. Si bien fue a tiempo parcial, ya que no participaba en las salidas de mañana que eran al alba y me pillaban profundamente dormido en la cámara del cortijo, una habitación diáfana que compartíamos toda la familia. Nada más abierta la puerta de la tiná, el rebaño se lanzaba en carrera desenfrenada hasta la boca de la laguna donde saciaban su sed y, para el horror de los escasos bañistas, dejaban la orilla y el agua llenas de cagarrutas, conscientes de que eran residuos naturales biodegradables, esenciales para el ciclo agrícola. Recorríamos después todos aquellos cerros, pendientes de que ningún animal se despistara y se metiera a comer en algún sembrado; siempre con la piedra en la mano presta a lanzarla para reorientar a los ladinos rumiantes que en perfectamente planeadas oleadas se escabullían de nuestra vigilancia. Hasta sentí un día la emoción de ver a una oveja parir un corderillo y al pastor recoger al recién nacido y llevarlo agarrado de las patas mientras la madre no se separaba de él olfateándolo y lamiéndolo. Y vi lo que era la muerte otro día, cuando un borrego viejo no pudo seguir la caminata y se echó al suelo agonizante.
Pero de mis vivencias con toda esta rica fauna lizanera, siempre me ha quedado grabado como un alarde de conocimientos de geografía, agronomía, ciencias nutricionales, sicología e inteligencia emocional, pero sobre todo de pensamiento ‘out of the box’, un episodio con el burro de mi tío Emilio: Mi padre nos encaramó a los lomos del animal a mi madre y a varios hermanos y lo guio hasta los Puntales, una tierra nuestra que se encontraba a unos cinco kilómetros monte adentro. Había quedado allí con unos leñadores que iban a limpiar el matorral de aquel agreste terreno y como éstos no llegaban nos envió con nuestra montura de vuelta a casa mientras quedaba esperándolos. “No os preocupéis, él sabe el camino”, dijo. El borrico nos dirigió en efecto, primero con un paso cansino hasta que en una determinada bifurcación, vio la ventana de oportunidad que el destino le ofrecía y eligió un camino diferente, para él mucho más apetecible, y, con una marcha mucho más viva, nos hizo pasar por el cortijo del Colmenar donde tuvimos que hacer una inesperada – e indeseada por nuestra madre- visita a la Leona y el Estoque, los guardeses de aquel lugar que se escondía en un barranco. Tras aquella parada seguimos hacia Lizana por este nuevo itinerario que ahora nos forzaba a atravesar la vega del Lagunillo, donde un mosaico de huertas mostraba una exuberancia de todo tipo de verduras maduras, a punto para la inminente cosecha. Y allí se quedó el animal indiferente a nuestros tirones para que siguiera hasta la casa que ya se veía en la distancia. Tuvimos que abandonarlo poniéndose ciego de panizo y terminar solos el recorrido. Cuando unas horas más tarde llegó mi padre, no fue más que verlo asomar desde la era y el astuto borrico abandonó su festín y corrió hacia él camino adelante, desarmándole con un trotecillo dócil y saltarín.
Ni en Madrid, ni en las muchas otras ciudades donde he vivido, he sentido la inclinación de tener una mascota. Sería como un mal sucedáneo de todos esos animales que tanto me enseñaron cuando era niño y podía observarlos en su entorno natural. Prefiero reencontrar a algunos de ellos aún hoy, al recorrer en bicicleta esos caminos del monte que tan poco han cambiado en unos años en que casi todo lo demás se ha transformado.